DAVID RESINO 1º C (Started recently learning to play piano)
DAVID SIERRA (1º A) Winner of this year`s School Writing Competition.
A mi llegada.
En este preciso momento me
acuerdo cuando llegué por primera vez al
andén de la estación de Chamartín. Yo,
allí con dos maletas, sin conocer a nadie. En mi bolsillo izquierdo de mi
abrigo negro tenía 30 € y en la maleta
50 € más. Mi estómago empezaba a rugir, opte por comprarme un bocadillo de
queso y una botella de agua. Cuando salí de la estación era de noche, soñaba un
viento del norte que se metía a través de mi bufanda de lana. La noche estaba
estrellada y en ese mismo instante me acordé de mi nana.
Cuando yo tenía unos 7 años, mi
nana me contaba historias sobre las estrellas, ella siempre me decía que
cualquier problema o miedo que tuviera se pasaría mirando las estrellas, ya que
ellas nos iluminaban el camino y cada persona tenía la suya propia.
Un día después de que nos
abandonara mi padre, mi nana nos llevó a mi hermana y a mí al campo, a las
afueras de la ciudad, a una casita de su familia.
Allí estuvimos 3 días con sus
tres noches nos lo pasamos genial. Dábamos paseos por las eras, nos rumbábamos
en el césped viendo pasar las nubes y
por las noches nos subíamos a la azotea a contemplar las estrellas, parecía que
se habían multiplicado en este lugar, que no existía contaminación lumínica
como en nuestra ciudad. Fue allí donde empezó a cobrar fuerza para mí las estrellas,
su magia, el encanto…
Mi nana me contó la leyenda de la
Perseidas o como nosotros la conocemos por lágrimas de San Lorenzo.
La leyenda me la conto así,
En la época de los Dioses, las
estrellas jugaban unas con otras. Cuando crecían y se convertían en adultas los
Dioses las enviaban a lugares más lejanos.
Cada vez que una se iba unas
lágrimas de oro esparcían por todo el cielo.
De esta forma nos contaba que
todo el mundo en algún momento de su vida está triste y puede llorar.
Así me sentía, pero tenía que
armarme de valor para poder continuar y lucha en una oscura ciudad desconocida
para mí. Saldría adelante, claro que sí.
La caja número doce
A
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quella tarde de verano, estaba paseando
con mi perro Pataky por la plaza del pueblo, cuando sin darme cuenta apareció
un coche de color rojo intenso delante de nosotros con ventanas negras. Pataky
y yo nos quedamos paralizados, con los ojos clavados en aquella puerta que no
se abría.
Al rato un hombre corpulento salió y
se apresuró para poder abrir la puerta trasera, allí estaba ella, pelirroja,
con dos coletas perfectamente alineadas en su cabeza, con un vestido almidonado
azul celeste, del que no colgaba ni una sola arruga.
Tardó un rato en salir del vehículo,
parecía tímida. Su chofer mientras, sacaba todo su equipaje, donde se incluían
unas pequeñas cajas de cartón, cada una de un color diferente.
Cuando la muchacha puso el pie en el
suelo, me di cuenta que sería mi amiga. Venía a pasar un mes a casa de su tía,
una mujer soltera, de la que poco o nada sabía. Yo no la había visto nunca por
el pueblo, vivía en una gran casa al lado de la iglesia, en una calle céntrica.
Siempre pensaba que en esa casa no vivía nadie, pues las puertas siempre
permanecían cerradas, las persianas de las ventanas nuca variaban su altura, y las cortinas siempre estaban
echadas. No se movían.
Por cierto, yo soy Marcos, tengo catorce
años y pensaba que conocía a todos los vecinos del pueblo, pues no eran muchos.
Al día siguiente vi a la muchacha en
la calle, Pataky echó a correr moviendo su cola y deteniéndose junto a ella
como si quisiera que le acariciara, y así de esta forma fue como empezamos a
hablar. Su nombre era Sofía.
Me contó que había tenido un perrito
llamado Canela, eran inseparables, pero un día murió atropellado por un coche.
Desde aquel día, no había querido tener más mascotas, por sentirse culpable de
su muerte, pero Pataky era diferente, tenía algo distinto, como si la
entendiera, sus ojos lo decían todo. “Filing”
le llamo yo.
Un día, Sofía me invitó a casa de su
tía a merendar, y claro, acepté. Estaba
nervioso e intranquilo, pues nunca la había visto, parecía tan
misteriosa y al fin podría conocerla.
Cuando llegó la hora, llamé a la
puerta y Sofía me abrió, me hizo entrar y cerró con un fuerte golpe. Su tía nos
esperaba en la salita, había preparado, chocolate y buñuelos de canela. En la
sala se oía con fuerza el “tic, tac” del reloj de pared. Su tía les conto que
nunca salía por la puerta principal, había otra en la parte de atrás, no le
gustaba salir demasiado, hace años su novio la dejó allí plantada, algunos
vecinos murmuraban de ella y las causas de aquella ruptura. Decidió no tener
más trato con nadie y hasta la compra se la dejaban en la puerta de atrás.
Cuando terminamos de merendar, Sofía
me dijo que me enseñaría algo sorprendente. Subimos las escaleras, y vi
aquellas cajas, numeradas del uno al doce. Estaba expectante, pues desconocía
que eran y menos su contenido. Sofía cogió la última, la abrió, estaba llena de hojas de colores escritas a
mano, con fotos pegadas en algunas de
ellas. Me explicó que eran sus recuerdos, cada caja era un año de su vida. Hasta
los ocho, los escribió su madre y a
partir de ahí, ella. Una forma como cualquier otra de hacer una colección,
pensé.
Pero viajar siempre con las cajas,
era un poco extraño, tenía que haber una explicación lógica para esa extraña
manía.
Pasaron los días, quedaba poco para
que se marchara Sofía, con la que había
pasado varias tardes de confidencias, juegos y risas.
Al final del mes estaba triste, no
quería casi hablar, ni jugar. Parecía como enferma. Entonces me habló de su
gran secreto y el porqué guardaba esas cajas.
Me contó que cuando tenía un año,
unos chicos jugando con un balón, sin querer, le golpearon, cayó de espaldas y
recibió un golpe en la cabeza quedando inconsciente.
En el hospital le dijeron que el golpe le dañó
el lóbulo temporal, amnesia cíclica le
llamaron, le haría perder memoria, sin saber bien su alcance, por eso su madre
empezó a escribir sus recuerdos, para que no los olvidara, el libro de su vida,
así lo recordaría y podría leerlo.
Conocía todo esto, pues estaba
escrito en una carta de su madre, en la caja número cinco.
Sabía, que tarde o temprano, se olvidaría
de mí y no me recordaría, por eso, quería incluir en la caja doce algo para
recordarme y así vería que un día tuvimos una gran amistad.
Me quedé con la boca abierta, sin
saber que decir durante un rato, le di un fuerte abrazo, las palabras sobraban.
Cuando me fui a casa, pensé en todo
lo que me contó Sofía, volvería a perder
sus recuerdos, así que al día siguiente le lleve un perrito de goma-eva muy
parecido a Pataky y una foto mía con una dedicatoria que decía “tu amigo de siempre, Marcos”.
Cuando se marchó del pueblo, nunca
más volví a encontrarme con ella, no volvió, ni siquiera a visitar a su tía.
Lo que sí sé, es que siempre estará con sus cajas llenas de
recuerdos vividos.
Yo estaría en la número doce, pero ella estará siempre en mi cabeza.
David Sierra
Albacete
1ºA